Mathias Goeritz: Un Rezo Plástico (segunda entrega de tres)
Artes Visuales | Texto especializado por Marcos Palomeque · 30.04.2019
“No son, naturalmente, tan altas como yo me las había imaginado al principio. También son cinco en vez de siete […] Para mí eran pintura, eran escultura, eran arquitectura emocional. Aunque para la mayoría de las gentes estas torres nada más significan un gran anuncio publicitario, para mí, absurdo romántico dentro de un siglo sin fe, han sido y son un Rezo Plástico”.
Mathias Goeritz
Hace poco más de sesenta años que se construyeron “Las Torres de Satélite” y no cabe duda de que esta obra, realizada por el arquitecto Luis Barragán y el escultor Mathias Goeritz, es representativa de la Ciudad de México y la zona metropolitana. La construcción de las torres se debió a que en 1957 fue encomendada, al arquitecto y urbanista Mario Pani, la realización de una nueva ciudad autónoma en la periferia de la ciudad de México: Ciudad Satélite. El primer proyecto de una red de ciudades similares extrarradio[1] de la capital.
Pani invitó a colaborar al arquitecto Luis Barragán y éste a su vez llamó a Mathias Goeritz para la construcción de una plaza a la entrada de dicha ciudad. Ambos ya habían colaborado juntos en dos proyectos. Primero, “El animal del Pedregal” (1951) ubicado en el antiguo acceso principal de Jardines del Pedregal de San Ángel y después en el desarrollo de “Jardines del Bosque” en Guadalajara (1957). Proyectos que son prueba de la búsqueda de objetivos compartidos por parte de los autores.
No obstante, para entender la empresa que significó la construcción de “Las Torres de Satélite” y el estado en el que se encuentran actualmente, hay que considerar el contexto original de su creación, es decir, el concepto de arquitectura emocional, explicado en el Manifiesto de 1954 y ejemplificado con el “Museo Experimental de El Eco”, museo que “se situó de manera crítica ante el Estilo Internacional[2] que privilegiaba la funcionalidad respecto a cualquier otra consideración. En oposición a ello, el proyecto […] juzgaba que lo más importante en la arquitectura no es la función, sino provocar emoción”, (Garza, 2009).
De la misma forma, es importante considerar que dicha obra se pensó como la proyección de una nueva ciudad totalmente moderna que en la realidad nunca se concretó. Ciudad Satélite pretendía solucionar los problemas de la creciente concentración urbana, además de la particular perspectiva de crear espacios de descanso y recreación para que los habitantes pudieran pensar y reflexionar como “la única forma civilizada y culta de entender y de vivir la vida humana” (Pani, 1957). Es así, que los anuncios de venta de lotes en Ciudad Satélite publicados en 1958 para el periódico El Universal promocionaban casas en “súpermanzanas[3]” con farmacias, supermercados, panaderías, mercados de alimentos, un “gran Centro Comercial a la altura de los mejores del mundo”, entre otras cosas. La finalidad era que sus habitantes realizarán sus actividades cotidianas dentro de la urbe.
Cabe señalar que para Pani el proceso civilizatorio es fruto de la convivencia social, contraria a la separación y segregación que produce la barbarie. Ideas provenientes de una de sus mayores influencias, José Ortega y Gasset (1929): “Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Se es incivil y bárbaro en la medida en que no se cuente con los demás. La barbarie es tendencia a la disociación. Y así todas las épocas bárbaras han sido tiempos de desparramamiento humano, polulación de mínimos grupos separados y hostiles”.
Por otra parte, el uso del automóvil que se proyectó en Ciudad Satélite se basó en el Sistema Herrey[4], utilizado por primera vez en el proyecto de Ciudad Universitaria de Pani. Dicho sistema se caracteriza por el diseño de calles en un solo sentido, sin interrupciones por cruceros, que aspiran a una vialidad continua. Esto permite optimizar la circulación de los autos y generar una percepción dinámica del paisaje urbano.
Todas las ideas anteriores cobran especial importancia para tener una visión crítica de las torres de Goeritz y de Barragán, si consideramos, además de todo lo mencionado, que uno de los objetivos más importantes era el de fomentar la convivencia sin segregaciones con la construcción de espacios de convivencia que funcionen como paisajes.
El concepto de paisaje es fundamental en el pensamiento de Pani y de Goeritz pues no solo alude a un lugar físico, sino como lo explica Javier Maderuelo en su texto titulado “El Paisaje: génesis de un concepto”, éste es el conjunto de una serie de ideas, sensaciones y sentimientos que elaboramos a partir de un lugar y de sus elementos constituyentes. Se reclama así la búsqueda de un carácter y la presencia de una emotividad. Queda claro que algunos jardines, parques, espacios escultóricos, entre otros lugares, constituyen un paisaje. Pero, ¿Podemos decir que “Las Torres de Satélite” son un paisaje? O más simple e importante aún, ¿podemos decir que “Las Torres de Satélite” cumplen con alguno de los objetivos iniciales del proyecto inconcluso para el cual fueron diseñadas?
Si consideramos que el primer modelo con que se presentan las torres contaba con estructuras verticales (la más alta llegaría a medir 200 metros), que inicialmente eran siete y no cinco, articuladas en tres desniveles conectados por escaleras que constituirían plataformas alfombradas con pasto; además, de que una de ellas estaría sobre un espejo de agua de grandes dimensiones, y que después del surgimiento de una serie de inconvenientes al hacer una plaza pública, situada en medio de una arteria vial altamente concurrida y de alta velocidad es que se deja de concebir a las Torres de Satélite como un espacio de convivencia y se empieza a referir a ellas como una glorieta. Así pues, podemos concluir que las Torres difieren por mucho del ideal utópico que se proyectó para cumplir con los objetivos de la entrada de la ciudad moderna que nunca se logró.
También podríamos mencionar que “la visibilidad de las torres, así como su efecto de elevación y creciente verticalidad, ha sido trastocada desde que se instaló un puente peatonal a finales de los años sesenta […]” (Garza, 2009), entre otros hechos que merman a la construcción de sus intenciones primarias.
A pesar de todos los obstáculos anteriores, dicha obra sigue siendo considerada un hito y un punto de referencia emblemático e ilustrativo del área metropolitana. Incluso, se puede afirmar que las Torres llegaron a ser un símbolo de la modernidad del país entero en la segunda mitad del siglo XX, incluso para los más críticos, este conjunto escultórico se ganó un lugar para ser referenciado en una gran cantidad de publicaciones nacionales e internacionales especializadas en escultura urbana.
¿A qué se debe el mérito que obtenido por “Las Torres de Satélite”? y lo más inquietante ¿por qué, a pesar de los inconvenientes y modificaciones que sufrió, es objeto de elogios y estudios?
En primer lugar, porque “estas torres esbeltas, construidas en hormigón armado, con la textura rugosa […], las cuales posteriormente fueron pintadas, que varían de 37 a 57 metros de altura” y que se encuentran situadas a varias distancias, pero apuntando en la misma dirección: la Ciudad de México” (Kassner, 2009), representan un desplazamiento de la noción del arte público hacia un tipo de arte más geométrico, abstracto y lleno de una carga simbólica significativa para una memoria histórica y colectiva.
Lo anterior se debe a la afinidad y devoción de Mathias Goeritz por lo místico. Goeritz eligió la torre como el elemento principal de la entrada del proyecto encomendado a Pani debido a la importancia que tiene ésta en la historia de la humanidad, es una constante desde construcciones ancestrales tales como los minaretes[5] árabes, las torres Bolonia o las de San Gimignano; dentro de la religión católica o la propia cultura árabe la torre representa un elemento ascensional que busca estar cerca del cielo, relacionándose con valores de pureza, orden e individualidad, Goertiz retoma el significado medieval de unir lo celestial con lo terrenal.
En segundo lugar, la intención inicial para este proyecto era la contar con siete torres de planta triangular[6] en lugar de cinco torres. Siete como los días de la semana o como los siete planetas clásicos: la luna, mercurio, venus, el sol, marte, júpiter y saturno. También puede ser la referencia directa a las velas de la menorá[7] y a lo que simboliza; la iluminación y el “espíritu de la verdad”.
Por último, pero no menos importante, es que Mathias tenía una particular predilección y atracción temprana por el paisaje de los rascacielos de Manhattan y no olvidemos que la vista de costado de las torres “remite al espectador al perfil de la ciudad de Nueva York” (Leal, 2015).
Más aun, a lo largo del tiempo, diferentes críticos han descrito las múltiples impresiones que se pueden tener al dirigirse a esta obra monumental. El curador Francisco Reyes Palma menciona que el “concepto de movilidad en “Las Torres de Satélite” es central”, es decir, la obra está pensada para verse en movimiento y por un efecto óptico, primero crecen y al ser rodeadas envuelven al espectador con su tamaño original. Pero cuando se ven en retrospectiva, adquieren una forma completamente distinta a la inicial.
G. Nesbit en “The Towers of Satellite City” menciona que los efectos son de constante cambio en las alturas y ángulos de las torres ya que en un momento aparecen como estructuras delgadas, después como placas y, finalmente —si se ven desde el norte—, como rectángulos.
Para el curador Daniel Garza (2015), “lo más importante de las torres es la creación de estructuras verticales que contrastaban con el horizonte de la época en la que se construyeron, pues en aquel tiempo, el horizonte estaba despoblado”. Por su parte, el arquitecto Felipe Leal Fernández remarca que desde los diferentes ángulos en los que se ven las torres, son distintas. Si el espectador va de Ciudad de México a Ciudad Satélite, las aristas de las mismas lo reciben. Cuando el espectador viene de Querétaro a la Ciudad, verá unas estelas como las que construyó Barragán en las arboledas. Y si las torres se ven de lado, remiten al perfil de la ciudad Nueva York.
Mariana Méndez, filósofa y escultora afirma que “unos simples prismas en medio de una de las vialidades más transitadas de la zona metropolitana […], se percibirán como una especie de templo. Con su pura presencia, hecha para ser percibida a gran velocidad, lo primario de sus colores y la sencillez de su abstracción actúan como lugar de silencio, al contraste con el ruido de los coches y la contaminación visual de los espectaculares que los rodean; un espacio dedicado a la emoción en medio de la conmoción del mundo moderno; un momento para el espíritu en medio del caos; una mirada hacia el cielo, hacia el infinito” (Méndez, 2014).
Se concluye que, efectivamente, “La Torres de Satélite” no cumplieron con el ideal propuesto de Ciudad Satélite de ser un espacio funcional, autosuficiente y con el propósito de fomentar la convivencia. Sin embargo, la obra en sí misma es un espacio capaz de generar ideas, sensaciones y sentimientos que van desde un elaborado efecto visual, hasta la presencia emotiva que se puede generar cuando aparecen a lo lejos cinco figuras colosales que despiden o dan la bienvenida (dependiendo desde dónde se les vea) a la Ciudad de México.
Imposible olvidar que el trabajo de Goeritz, como el de Barragán y el de Pani, tanto en la proyección de Ciudad Satélite, como en la construcción de “Las Torres de Satélite”, es abordado con la intención de que la urbe también puede ser un campo abierto a las posibilidades, que puede permitir la realización del ciudadano, dentro de lo que en ocasiones parece, “una rígida estructura clasista establecida a partir de la división del trabajo” (Olea, 1987). Y, a sabiendas de que en aquella época, y aun hoy por hoy, la ciudad es un lugar común para las realizaciones humanas en la que se genera la conciencia colectiva que nos ayuda a comprender la realidad. Y en donde el arte público tiene que trabajar con y no solamente en la ciudad modelándola en función de un bienestar social.
Si somos conscientes de que “las ciudades son dinámicas. Se expanden, cambian la infraestructura, se reciclan y en ocasiones se contraen” (Zambrano, 2018), también podremos visibilizar los argumentos que privilegian los mecanismos financieros que incentivan las políticas urbanas o a las constructoras que justifican la construcción de múltiples unidades departamentales sin planeación urbana y con un par de variantes en detrimento del paisaje, la movilidad, la interacción social y con el ambiente. Es por ello que propuestas estéticas y artísticas que contrastan y pretenden combatir estos problemas, como es el caso de “Las Torres de Satélite”, La Ruta de la amistad o El Espacio Escultórico de la UNAM, que abordaré en la última entrega de esta serie de artículos, cobran una importancia fundamental.
[1] Parte o zona más exterior de un término municipal, que rodea el casco y radio de una ciudad o una población.
[2] Fue un estilo arquitectónico de amplio alcance internacional, que se desarrolló por toda Europa, Estados Unidos y numerosos países del resto del mundo entre 1925 y 1965 (aproximadamente). Entre sus figuras destacadas se encuentra: Walter Gropius, Ludwig Mies van der Rohe, Le Corbusier, Richard Neutra, entre otros.
[3] El término supermanzana se refiere a un espacio urbano que se concentra en unidades de tipo autónomo, autosuficiente con espacios de habitación y otros tipos de agrupamientos: industrias, escuelas, comercios, etc.
[4] Sistema vial circulatorio aplicado en la planeación de Ciudad Universitaria y Ciudad Satélite creado por el arquitecto Hermann Herrey.
[5] Se refiere a las torres de las mezquitas musulmanas.
[6] El número tres, como las aristas del prisma también está cargado de un simbolismo religioso y místico en la sociedad occidental: la “Santa Trinidad” que simboliza la “Divina Perfección”, la construcción del templo y del tabernáculo que se compone por tres partes: el atrio, el lugar santo y el lugar santísimo, o la constitución del hombre que se basa en tres aspectos: cuerpo, alma y espíritu. Entre muchos otros.
[7] Candelabro o lámpara de aceite de siete brazos propia de la cultura hebrea.
Bibliografía:
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Kassner, L. (Noviembre 2009). A escultura monumental no México e a mudança na paisagem urbana a partir de 195. REVISTA PORTO ARTE: PORTO ALEGRE, 16, 90.
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