Uso y desgaste en los objetos
Diseño | Texto especializado por Isabel Campi · 10.06.2020
Dra. Isabel Campi
Fundación Historia del Diseño
Isabel Campi es graduada en diseño industrial, licenciada en historia del arte y doctora en historia del diseño. Dedicó toda su vida laboral a la enseñanza del diseño en diversas escuelas y continúa actualmente con actividades de investigación y divulgación. En la actualidad, es presidenta de la Fundación Historia del Diseño y miembro de la Real Academia Catalana de Bellas Artes. Ha comisariado exposiciones sobre diseño de producto y ha escrito diversos libros sobre historia e historiografia del diseño, entre ellos La idea y la materia: el diseño de producto en sus orígenes.
Los seres humanos aplicamos a la vida de los objetos una serie de metáforas que tienen que ver con nuestro ciclo biológico. Lo nuevo y lo joven es agradable y bello y lo preferimos a lo viejo que vemos como decadente y feo.
No nos gusta la decrepitud y en mi opinión una de las decrepitudes más horribles es la de los objetos industriales. A diferencia de los objetos artesanales que admiten rugosidades y defectos derivados de la impronta manual, se supone que los objetos industriales salen de la fábrica totalmente idénticos y sin mácula. Con el más pequeño rasguño, oxidación o abolladura empiezan a perder su atractivo. Los materiales que se emplean en los procesos industriales envejecen especialmente mal. La plancha de las carrocerías de los coches y de los electrodomésticos se abolla con una gran facilidad y devolverla a su estado original resulta muy caro. Peor aún, cuando su fina capa de esmalte, cromado o pintura se agrieta empieza a oxidarse. El aluminio teóricamente no se oxida, pero si se expone insistentemente al calor, a la humedad y a la sal acaba recubriéndose de unas manchas blanquecinas muy persistentes.
Muchos muebles que parecen de madera maciza no lo son. Por regla general, son de aglomerado revestido de chapa o en el peor caso de un laminado artificial que imita las vetas de la madera. El aglomerado se desintegra con el agua y los adhesivos de la chapa resisten muy mal el calor y los cambios de temperatura. Cuando la chapa empieza a desprenderse, descubriendo el soporte de aglomerado, es como si se rompiera una ficción. El mueble no era lo que parecía.
El material industrial que envejece peor es el plástico. La razón es muy sencilla. Como se trata de un polímero (una larga cadena de moléculas), que es el resultado de la reacción química entre monómeros (cadenas de moléculas cortas), a la larga los componentes tienden a separarse. Los plásticos suelen soportar bien la humedad, pero en cambio soportan mal las altas temperaturas y la exposición al sol. Los rayos ultravioletas hacen que el plástico envejezca prematuramente y bajo su exposición éste pierde la elasticidad, el brillo y se agrieta. A causa de la electricidad estática, el plástico atrae el polvo y aunque sea fácil de limpiar no le cuesta mucho acumular la suciedad. Por lo demás hay colores poco estables y el blanco tiende a amarillear. Durante muchos años las carrocerías de ordenador se hicieron de color gris claro o crema. Actualmente, ofrecen un aspecto lamentable entre polvoriento y amarillento y será por esta razón que los fabricantes de ordenadores se decantan ahora por el negro y el metalizado oscuro.
Los vertederos son el lugar donde van a parar los objetos que han concluido su ciclo de vida útil y, en verdad, hay que decir que son lugares de una fealdad que roza con lo obsceno. En ellos podemos ver colchones reventados, electrodomésticos destripados, televisores rotos, sillas y mesas cojas, ordenadores inservibles, etc. Las chatarrerías son el cementerio del metal. Allí se acumulan coches, motocicletas, estufas, lámparas, muebles de oficina, antiguas máquinas de escribir, motores… todo oxidado y en un amasijo de restos retorcidos que suele oler a aceite lubricante.
Los objetos se presentan en sociedad atractivos y relucientes tras los cristales de un escaparate y mueren vergonzosamente en el vertedero y el tiempo que transcurre entre un lugar y otro cada vez es más corto.
La aceptación y el desprecio de lo viejo
Si cuando terminan su vida útil y entran en fase de decadencia los objetos nos repugnan, ¿cómo es que al mismo tiempo sentimos una extraña atracción por las ruinas y por lo viejo? Tiramos cosas porque son viejas y al mismo tiempo estamos dispuestos a pagar sumas considerables por cosas que lo son e incluso por cosas que, sin serlo, lo parecen. La diferencia entre los edificios “viejos” y las ruinas es sutil y sin embargo odiamos los primeros porque afean el paisaje y adoramos las segundas porque lo embellecen. El placer que nos producen las ruinas es tal que viajamos hasta países lejanos para admirarlas.
En los siglos XVIII y XIX las ruinas se convirtieron en una especie de metáfora de la evanescencia de la vida y de la inutilidad del esfuerzo:
“Las ruinas primero valoradas como residuos de un pasado espléndido y como indicios de una antigüedad verdadera, más tarde provocaron admiración por sí mismas. La pátina de la antigüedad se convirtió en un accesorio de los sentimientos loables y luego en un canon de gusto, un ingrediente fundamental del escenario romántico. Se pensaba que el tiempo “hacía madurar” los objetos, que las huellas de la vejez realzaban el arte y la arquitectura. A los amantes de lo pintoresco les gustaban las ruinas por ser ejemplos consumados de lo irregular, lo accidental y lo natural”.1
Lowenthal observa que somos más tolerantes con los desperfectos que ocasiona la naturaleza que con los que ocasionan los seres humanos. Así se comprende que no nos importe ver las piedras desgastadas por la intemperie, los líquenes que se adhieren a las tejas o las hiedras que invaden una ruina y que en cambio nos horrorice ver la destrucción ocasionada por el vandalismo o la guerra.
De todos modos, a diferencia de los edificios, no solemos dejar nuestros objetos a la intemperie y su envejecimiento es más o menos digno en función del material con que están construidos. Como dice Manzini, los materiales tradicionales extraídos de la naturaleza y trabajados artesanalmente o de modo pre-industrial envejecen mejor porque poseen el “espesor cultural” que otorga la mano del hombre y el paso de los siglos.2
Los materiales naturales o tradicionales soportan bien el deterioro y la pátina del tiempo. La pátina es una capa de suciedad que confiere a los objetos antiguos el carácter de auténticos y no todos los responsables de la conservación del patrimonio están de acuerdo que se debe eliminar. La pátina es lo que garantiza o simboliza el paso del tiempo. Además de su condición de prueba de antigüedad, la pátina es una especie de categoría estética ya que añade a la superficie de los objetos texturas y matices inesperados. La apreciación estética de la pátina aparece documentada ya en el siglo IX en China por los coleccionistas de urnas Chang y Cheu que se deleitaban con los colores de la pátina que conferían siglos de exposición a la intemperie o de enterramiento. 3
El envejecimiento artificial o la aplicación de una pátina falsa no es una práctica reciente. Los romanos hacían copias de las esculturas griegas y las envejecían artificialmente para que se parecieran en todo al original. Durante el Renacimiento se veneraba la pátina de los vestigios clásicos porque era signo inequívoco de antigüedad. En el siglo XVII era tal la admiración por las pinturas de Leonardo, Rafael y Miguel Ángel, que los pintores venecianos recubrían sus pinturas con una pátina de antigüedad porque consideraban que ninguna de sus obras podía estar a la altura de sus antecesores del siglo XVI.4
Como podemos comprobar en los objetos artísticos y decorativos los signos de vejez son tan atractivos que se acepta positivamente su falsificación. Las técnicas de envejecimiento artificial son muy variadas y actualmente podemos encontrar en el mercado objetos nuevos con pátina añadida o comprar productos químicos que nos permiten aplicar una pátina artificial a un objeto nuevo. Hay empresas que compran los antiguos travesaños de las vías de ferrocarril, realizados con pino de melis macizo y envejecidos por años de exposición a la intemperie, con el fin de construir muebles pseudo-antiguos. Es una idea que está medio de camino entre lo real y lo falsificado pues, aunque el mueble es nuevo la madera es auténticamente antigua.
En el año 2000 en el marco de un workshop realizado con unos artesanos en Francia, el diseñador Martin Ruiz de Azua propuso unas vasijas de cerámica blanca y porosa que antes de llegar al usuario se debían hundir en el agua durante un año. Al cabo del mismo los líquenes y los hongos habían “decorado” su superficie con colores y texturas inesperados. En este caso no se trataba de una falsificación o de una ilusión. Ruiz de Azua tuvo la idea de incorporar la dimensión temporal y de envejecimiento digno en el proceso de diseño.
El Acero Cor-ten es uno de los pocos materiales actuales que está preparado para envejecer bien. Se trata de impregnar el acero con un producto químico que pasados unos primeros días de exposición a la intemperie se recubre con una capa de óxido natural que se va haciendo más gruesa y homogénea con el paso del tiempo.
El mosaico hidráulico también mejora con el tiempo. Realizado a base de capas de cemento prensado a presión, cuando está recién instalado los colores presentan un aspecto blanquecino pero, a las pocas semanas de uso ya empieza a brillar. El mosaico hidráulico fue un tipo de baldosa muy usada durante el Art Nouveau y la mayoría de los pisos del Ensanche de Barcelona están pavimentados con este bonito material. Actualmente sólo se usa para restaurar edificios antiguos, ya que la gente que compra una vivienda nueva no está dispuesta a esperar que transcurra su período natural de envejecimiento.5
Por regla general desechamos las prendas de vestir incluso antes de que presenten un aspecto deteriorado, pero hay una excepción: los jeans. Cuando el tejido con el que están confeccionados, el denim, es nuevo, presentan un aspecto duro y rígido que con el uso y el paso del tiempo mejora y lo hace más agradable al tacto. Los jeans actuales se venden artificialmente deteriorados hasta el extremo de presentar rotos y descosidos, de tal modo que su envejecimiento, más allá de lo lógico, se ha convertido en una moda. Ahora las estrellas del rock y los millonarios que viajan en jet particular o limusina no tienen inconveniente en presentarse en público con unos pantalones dignos de un pordiosero.
La barrera que separa lo viejo indeseable de lo antiguo deseable está bien definida. Si en determinados objetos artísticos y decorativos aceptamos los signos de envejecimiento, en los objetos de carácter más utilitario y de producción industrial ocurre exactamente al revés. Por regla general, los diseñadores no logran que los objetos construidos con materiales artificiales o derivados industriales de productos naturales (perfilerías, planchas, aglomerados, etc.) envejezcan bien. En ese caso la naturaleza no obra en su favor. Tanto si los defectos han sido causados por los seres humanos como si han sido causados por la intemperie, estos materiales presentan una decrepitud que no tiene nada de positivo. Un coche no envejece bien por el simple hecho de que lo dejemos siempre en la calle. Los síntomas de oxidación provocados por la lluvia no son preferibles a las abolladuras hechas por un gamberro. El buen envejecimiento no suele formar parte del briefing de requerimientos que la empresa entrega al diseñador. Todo lo contrario. En las modernas sociedades industriales se trata de que los objetos envejezcan lo antes y lo peor posible, de modo que el tiempo que transcurre entre el escaparate y el vertedero sea el mínimo. Así se garantiza la rotación constante de productos que mantiene en pie la economía de mercado.
Esta afirmación pesimista se debe matizar en el caso del mobiliario urbano que, como está expuesto en la calle a toda clase de actos vandálicos, cada vez se diseña y se fabrica con criterios más estrictos de seguridad y buen envejecimiento. Además de la intemperie, las papeleras, farolas, buzones, bancos y parques infantiles están expuestos a los graffiti, a las pinturas aplicadas con spray, a los golpes y al robo. Por no hablar del trasporte público que cada día es utilizado por millones de personas. Los diseñadores y las empresas constructoras de metro, ferrocarril y autobuses saben que si una configuración determinada (por ejemplo, una superficie lisa y clara o un accesorio fácil de arrancar) se presta a un acto vandálico éste ocurrirá con toda seguridad. El diseño seguro y antivandálico ha sido ya motivo de estudio por parte de los organismos preventivos de la delincuencia en Gran Bretaña 6 y también constituyó un apartado de la exposición Safe: Design Takes on Risk celebrada en el MOMA en otoño de 2005.7
Lo genuino, lo auténtico y lo nuevo
El concepto de original y copia está firmemente arraigado en nuestra cultura y es lo que determina el valor económico de los objetos antiguos. Las “autentificaciones” deben ser hechas por especialistas capaces de discernir lo que son imitaciones de lo que son originales.
“A los expertos…las reproducciones les parecen inferiores sólo porque no son originales. Se dice que la condición de “genuino” es preferible a la de auténtico” porque “lo genuino es la cosa real…es una madera maciza, no un chapado en plástico…tiene significado porque nos pone en presencia de lo que fue – la experiencia de la historia – no en la de una impresión posterior en torno a lo que algo parecía”.8
El concepto de lo genuino, como condición ligada a la materia, carece de importancia en otras culturas como la japonesa. Allí los centenarios templos de madera pintada de colores o recubiertos de pan de oro, expuestos permanentemente a la intemperie se encuentran en un estado de conservación impecable. Cuando, durante un viaje al Japón, pregunté qué técnicas utilizaban para conservar la madera me respondieron con toda naturalidad que la “sustitución”, ya que periódicamente el templo antiguo se retiraba y se sustituía por una réplica nueva exacta. Al contrario del autor arriba citado, lo importante en la cultura nipona es la impresión de “autenticidad” y no la condición de “genuino”. En ese caso lo que importa es la apariencia formal, o el diseño, que es único, y no la materia.
Esta misma reflexión puede aplicarse al anticuariado técnico y a los productos industriales. El coleccionista o el museo ya saben que no trabajan con piezas únicas y que por lo tanto los parámetros de autentificación no se pueden regir por lo “genuino”. Lo importante en ese caso es el diseño, el autor (si es conocido), el prestigio de la marca y el grado de innovación técnica. Por esa razón el valor económico de un producto industrial antiguo no está siempre en relación con estos parámetros sino con su grado de disponibilidad en el mercado. He aquí un ejemplo: durante los años treinta se fabricaron miles de receptores de radio con carcasas de resinas fenólicas (una familia de plásticos). Las de baquelita, que se moldeaban a presión, han resistido admirablemente el paso del tiempo y son relativamente abundantes y asequibles. En cambio, las carcasas de Catalín, una resina fenólica que se moldeaba mediante colada y era más vistosa, dio muy mal resultado. De tal modo que actualmente quedan muy pocas radios de Catalín enteras en el mercado. En las subastas de anticuariado técnico una radio de Catalín empieza su cotización a partir de los 500-800 €.
El problema de lo genuino y lo auténtico también se plantea en las piezas de autores “clásicos” de la modernidad. Aunque sepamos que no es genuina sino como mínimo auténtica, a veces resulta realmente difícil valorar en el mercado de anticuarios una obra de Alvar Aalto, Eero Saarinen, Marcel Breuer, Mies van der Rohe, Le Corbusier, Eileen Gray, Harry Bertoya o el matrimonio Eames. Muchos de sus muebles se han fabricado ininterrumpidamente desde los años treinta o cincuenta hasta ahora. En ocasiones un mismo modelo ha sido producido por diversas empresas. Tal es el caso de las sillas de tubo de Breuer que primero fueron fabricadas por Standard Möbel, luego por Thonet y finalmente por Casina. Se supone que en los tres casos el propio Breuer pudo “autentificar” el diseño.
Pero no pudo evitar que se hicieran miles de copias por empresas que no eran ninguna de esas tres.
Otro de los casos más famosos de copia industrial es el de la silla BKF diseñada en Buenos Aires por los arquitectos Bonet-Kurchan-Ferrari. En 1943 dos prototipos llegaron a Nueva York: uno para la colección del departamento de diseño industrial del MOMA y otra para amueblar la casa de su director Edgar Kaufmann Jr., la famosa Fallingwater de Wright.9
La silla causó tan buena impresión que Kaufmann se interesó por la fabricación industrial del modelo y parece ser que puso a los diseñadores en contacto con la empresa Knoll quien adquirió la licencia de fabricación en exclusiva. La silla BKF, denominada luego Butterfly chair, Model nº 198, tuvo un éxito fabuloso y se convirtió en los años cincuenta en un icono de la modernidad, de tal modo que Knoll no podía servir todos los pedidos que le llegaban. Por tratarse de un producto semiartesanal, la fabricación de esta silla no requería grandes inversiones de tal modo que se encontraban en el mercado toda clase de copias pirata a bajo precio. Llegó un momento que Knoll no podía pleitear con todas las empresas que fabricaban copias fraudulentas por lo que llegaron a la conclusión que era un ”honor” que tantos ciudadanos se interesaran por aquel diseño.10
Tanto en el caso de las sillas de Breuer como en el caso de la BKF se hace realmente difícil decir cuáles son las piezas “auténticas” y cuáles no.
Ninguna puede aspirar al calificativo de “genuina” porque no fue hecha con las manos del autor. En todo caso, se puede considerar que las auténticas son las que fueron fabricadas por una marca que firmó una licencia de explotación con el diseñador. Lo cual es una condición de tipo jurídico. Es decir, para autentificar una pieza seriada de autor hay que contrastarla con los planos constructivos que constan en el contrato de edición entre la empresa y el diseñador. Pero este contrato es muy difícil de obtener, ya que suele ser privado y no público.
La disponibilidad de los “clásicos” en el mercado hace dudar a los museos y coleccionistas de hasta qué punto es necesaria su restauración. Si podemos encontrar en el mercado un taburete “auténtico” diseñado por Alvar Aalto y fabricado por Artek, la empresa que él y su esposa crearon ¿qué sentido tiene gastar tiempo y dinero para devolverle el aspecto de nuevo? En realidad, los auténticos se fabrican continuamente y los genuinos nunca existieron.
Conclusión
Aunque nuestro hipertecnificado mundo urbano nos parezca de lo más moderno, el pasado casi siempre está presente en su diseño. Y lo hace a dos niveles muy distintos: uno es el simbólico y el otro es el material.
El primer nivel puede aparecer como demanda difusa o necesidad subjetiva del consumidor nostálgico, el cual no siempre se siente satisfecho con la apariencia de lo radicalmente moderno. Aunque parezca muy novedoso, puede ser que un espacio, un objeto o una gráfica se inspiren en otros más antiguos, que el usuario no conoce, pero de los que sí tiene noticia el historiador: las tipologías o los lenguajes nuevos y radicales se inventan muy de vez en cuando y lo que tenemos ante nuestros ojos generalmente es la recreación o reinterpretación de una tipología o de un lenguaje consolidados. A su vez, las soluciones técnicas y constructivas suelen basarse en otras más antiguas ya experimentadas. Algo que el usuario también desconoce, pero a lo que los fabricantes suelen estar muy atentos. A los historiadores y a los diseñadores les interesa pues saber quién hizo algo totalmente nuevo por primera vez, quién innovó, quién copió o quién se inspiró y porqué. Los procesos de innovación y reinterpretación son fundamentales en el mundo del diseño y es interesante que se conozcan y se divulguen.
El segundo nivel de la presencia del pasado tiene que ver con la materialidad misma del objeto diseñado. Las categorías de nuevo, viejo, antiguo, genuino y auténtico son complejas e inciden en gran manera en los procesos de deshecho, preservación, restauración y documentación que se ponen en juego en los vertederos, mercados de antigüedades, subastas, museos y demás templos de la cultura. En el campo del arte estas categorías están bien definidas y bastante más consolidadas, pero en el mundo de los objetos cotidianos queda todavía mucho trecho por recorrer.
1. David Lowenthal, El pasado es un país extraño, Madrid: Ed. Akal, 1998 p. 225. [1ª edición Cambridge, 1985]
2 Ezio Manzini: La matière de l’invention, Centre Georges Pompidou, Paris, 1986.
3 David Lowenthal, Op. Cit, p. 234
4 Ibid. p.226.
5 Pilar Soler García y Rosa Soler García: “Mosaic hidraulic ara? Història d’un intent” a Jornades internacionals casa i art. GRACMON, Grup de Recerca en Historia de l’Art i del Disseny Contemporani. Universitat de Barcelona, 2006.
6 Ian Colquhoun: Design Out Crime: Creating Safe and Sustainable Communities, Architectural Press, Burlington, 2004.
7 Paola Antonelli (Ed): Safe. Design takes on Risk, Museum of Modern Art, Nueva York, 2005.
8 Reid Bishop: The perception and Importance of Time in Architecture. Tesis leída en la Universidad de Surrey, 1982. Citado por David Lowenthal, Op. Cit. p. 418
9 Mercè Vidal Jansà: “Diseño contemporáneo y recepción museológica. Un caso concreto: la silla BKF” en Historiar desde la periferia: historia e historias del diseño. Actas de la 1ª Reunión Científica Internacional de Historiadores y estudiosos del Diseño, Barcelona, 1999, pp.294-303.
10 George H. Markus: Design in the Fifties. When Everyone Went Modern, Prestel, Munich-Nueva York, 1998. p. 70
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